Anoche, mientras regresaba del taller a la casa, me di cuenta de que no sabría decir cuántas veces he actuado esa misma escena a lo largo de los años: caminar en el campo, en medio de la oscuridad, sin otra cosa que una pequeña linterna para iluminar mis pasos. La semana pasada regresé del sureste de Portugal, donde pasé mis vacaciones. Me hospedé en una casa rural, a dos kilómetros de Moncarapacho. Durante mi estadía, recorrí diariamente a pie la distancia entre la cabaña y el poblado. Algunas mañanas salí hacia alguna de las playas de la costa de Algarve: Fuseta, Praia do Barril, Olhão; para regresar al atardecer al poblado, donde compraba víveres o me detenía para cenar en el centro, y después continuar a pie hacia el hospedaje. Para llegar ahí, había que recorrer un pequeño camino de parches de asfalto que cruzaba una fábrica de ladrillos y que después recorría sembradíos de árboles frutales y viejos olivos. La parte final del trayecto estaba especialmente tupida por vegetación, y ahí la luz de la luna jamás llegaba a tocar el suelo. En ese último kilómetro, la oscuridad era tan densa que no podía ver mis manos aunque las pusiera a la altura de mi nariz. Es una obviedad decirlo, pero objetos simples pueden cambiar la experiencia de una realidad por completo. Claro, uno puede memorizar la ruta a grandes rasgos, pero es imposible predecir lo que habrá en el suelo: nuevas ramas, rocas, baches, animales que despiertan espantados y corren al oír pasos humanos. Sin embargo, gracias a la linterna, esa parte del trayecto era la que más disfrutaba. Sé que suena estúpido cuando lo digo en voz alta, pero de noche, el campo es otro y sus misterios son aún menos evidentes para las personas. En casa, hay una distancia de siete kilómetros de mi puerta hasta la tienda más cercana, y de nueve hasta la estación de tren. La mitad de ese camino se hace a través de sembradíos de trigo, y la otra mitad a través de un pequeño bosque. En incontables ocasiones he recorrido esos trayectos a pie durante la noche o a altas horas de la madrugada. Lo he hecho, además, en todo tipo de climas: en las noches calurosas de mayo mientras intento caminar a través de una llovizna tan cerrada que parece niebla; en las noches invernales en las que la nieve refleja la luz de la luna llena, iluminando así el paisaje en su totalidad; en las madrugadas de septiembre con sus cielos altos y sus ecos silenciosos en los que se alcanzan a escuchar a las hojas otoñales, cayendo, y a los hongos, crujiendo gentilmente bajo los pies. Comparado con eso, las caminatas nocturnas de Moncarapacho a la cabaña eran breves y llenas de cosas nuevas por las cuales sentirse sorprendido. A lo largo de los últimos años, la necesidad de estas caminatas me llevó a considerar la linterna como uno de mis objetos cotidianos más imprescindibles. Una parte de mi incluso relaciona esto con un extraño sentimiento de estar bajo una estrella de libertad y privilegio. Ser, en la naturaleza, con la naturaleza, en cualquier espacio, en cualquier tiempo. Agradecer la bienvenida. No sabría decir cuántas veces he estado en esa misma situación. Hace algunos años me mudé al campo. Este era uno de mis sueños desde la infancia. Una vez en el campo, me tomó poco más de un año para que la lógica de la ciudad abandonara mis reflejos, para comenzar a prestar otro tipo de atención a lo ganz andere, a ese otro. En los últimos años, he hecho lo posible para que esto sea parte de mi cotidianidad. Caminar. Reconocer lo otro bajo cualquier luz.
